Uno de los problemas que más ha agitado a la Iglesia es el de la relación entre la cultura y la piedad, entre la cultura y el cristianismo. Este problema se ha manifestado primeramente con la presencia de dos tendencias en la Iglesia: la científica o académica, y la que podemos llamar práctica. Algunas personas se han consagrado principalmente a la tarea de formular una concepción adecuada del cristianismo y de sus fundamentos. Para ellos, ningún hecho, por trivial que pareciese, merecía ser pasado por alto. Estas personas han valorado la verdad en sí misma, sin referencia inmediata a sus consecuencias prácticas. Algunos, por otro lado, han insistido en la esencial simplicidad del evangelio. El mundo se encuentra sumergido en calamidad, nosotros mismos somos pecadores, los hombres perecen en el pecado día tras día. El evangelio es la única salida, prediquémoslo al mundo mientras aún podamos. La necesidad es tan apremiante que no hay tiempo para enredarnos en vana palabrería ni en fábulas de viejas. Mientras estamos estudiando cuál fue la ubicación exacta de las Iglesias de Galacia, los hombres están pereciendo bajo la maldición de la ley; mientras tratamos de determinar cuál fue la fecha del nacimiento de Jesús, el mundo está prescindiendo del mensaje de la Navidad.
Los representantes de estas dos tendencias se consideran a sí mismos como cristianos, pero demasiado a menudo hay escaso sentimiento de fraternidad entre ellos. El cristiano de tendencias académicas acusa a su hermano de exagerado emocionalismo, de usar argumentos superficiales y métodos demasiado fáciles. Por otra parte, el hombre práctico denuncia con voz estentórea la indiferencia de los académicos ante la terrible necesidad de la humanidad. El erudito es presentado como peligroso diseminador de la duda, o bien como uno cuya fe es una fe sin obras. Cualquier persona que investiga el pecado humano y la gracia de Dios sólo con la ayuda de polvorientos volúmenes, confortablemente recluido en un estudio cálido y acogedor, olvidado de los seres humanos que perecen diariamente en la más profunda desgracia.
Pero si el problema tiene esta apariencia en presencia de las distintas tendencias dentro de la Iglesia, ¡cuánto más intenso se hace en la conciencia del individuo! Pues si reflexionamos, hemos de ver que el deseo de adquirir conocimientos y el deseo de ser salvo son muy distintos. El erudito debe, al parecer, adoptar la actitud de un observador imparcial, actitud que parece absolutamente inadmisible al cristiano piadoso que se aferra a Jesús como único Salvador que le libera de la carga del pecado. Si estas dos actividades: por un lado la adquisición de conocimientos y por otra el ejercicio y la enseñanza de una fe sencilla, han de tener ambas lugar en nuestras vidas, no podemos ignorar la cuestión de cómo deben estar relacionadas. La solución del problema es tanto más difícil cuanto que no estamos debidamente preparados para el mismo. El sistema entero de nuestra educación escolar y universitaria está constituido de manera que la religión y la cultura se mantengan lo más separadas que sea posible y que se ignore la cuestión de la relación entre ellas. Durante cinco o seis días de la semana estamos ocupados adquiriendo conocimientos. El estudio de la religión ha sido desterrado de esta actividad. Hemos estudiado ciencias naturales sin tener en cuenta su conexión, o falta de conexión, con la teología natural o con la revelación. Hemos estudiado griego sin abrir el Nuevo Testamento. Hemos estudiado historia evitando cuidadosamente considerar aquel movimiento histórico, el mayor de todos, que fue introducido por la predicación de Jesús. En filosofía, la importancia vital del estudio de la religión no ha podido ocultarse del todo, pero se la ha mantenido en un segundo plano lo más lejano posible. Los domingos, por otro lado, hemos recibido una instrucción religiosa que exigía poco uso del intelecto. El preparar cuidadosamente las lecciones de la escuela dominical al mismo nivel que se preparan las lecciones de matemáticas o de Latín, ha sido cosa desconocida. Parece ser que la religión ha sido tenida por algo que concierne solamente a las emociones y la voluntad, reservándose el intelecto para los estudios seculares. No es de extrañar, pues, que después de semejante preparación hayamos llegado a considerar la religión y la cultura como pertenecientes a dos compartimientos distintos del alma, y a pensar que su unión equivaldría a la destrucción de ambas.
Al entrar en un Seminario, nos vemos introducidos repentinamente a una manera de proceder completamente diferente. La religión, de repente, sale de su reclusión, y se le aplican los mismos métodos de estudio que antes estaban reservados a las ciencias naturales y a la historia. Ya no estudiamos la Biblia exclusivamente para crecer moral y espiritualmente, sino también para adquirir conocimientos. La primera impresión, quizás, es la de experimentar una pérdida infinita. El espíritu científico parece haber reemplazado a la fe sencilla, y la mera comprensión de hechos escuetos parece estar sustituyendo a la práctica de principios. Quizás la dificultad no estriba tanto en enfrentarnos con nuevas dudas en relación a la verdad del cristianismo. Lo que nos turba es más bien el conflicto de los métodos, de los espíritus. El espíritu científico parece ser incompatible con el antiguo espíritu de la fe sencilla. En resumen, casi sin preparación, nos encontramos cara a cara con el problema de la relación entre conocimiento y piedad o, por decirlo de otro modo, entre cultura y cristianismo.
Este problema puede resolverse de tres maneras. En primer lugar, sería posible subordinar el cristianismo a la cultura. Aunque en parte inconscientemente, es una solución favorecida por una parte muy importante e influyente de la Iglesia de hoy día; pues la eliminación de lo sobrenatural en el cristianismo -cosa tan tremendamente común hoy día- convierte realmente al cristianismo en una religión natural. Se transforma en un producto humano, una mera parte de la cultura humana. Mas como tal, es algo totalmente distinto del antiguo cristianismo, que estaba basado en una revelación directa de Dios. Despojado así de su tono de autoridad, el evangelio ya no es ningún evangelio; es un cheque por una cantidad enorme de millones- pero un cheque sin firma al pie. Así, al subordinar el cristianismo a la cultura hemos realmente destruido el cristianismo, y lo que sigue llevando su antiguo nombre es una falsificación.
La segunda solución nos lleva al extremo opuesto. Esforzándose en dejar a la religión el campo libre, procura destruir la cultura. Esta solución es mejor que la primera. En lugar de entregarse a un optimismo superficial o a la deificación de la humanidad, reconoce la profunda malignidad del mundo, y no rehúye adoptar el remedio más heroico. El mundo es tan corrupto que no puede producir los medios para su propia salvación. La salvación debe ser el don de una vida enteramente nueva, recibida de Dios directamente. Por tanto, se afirma, la cultura de este mundo debe ser, por lo menos, cosa indiferente para el cristiano. Ahora bien, en su forma extrema, tal posición apenas requiere ser refutada. Si resulta que el cristianismo realmente contradice aquella razón que es nuestro único medio para comprender la verdad, por supuesto que o tendremos que modificar el cristianismo o abandonarlo. No podemos, pues, ser enteramente independientes de los resultados obtenidos por el intelecto. Además no podemos, sin contradecirnos a nosotros mismos, emplear la imprenta, el ferrocarril y el telégrafo, en la propagación del evangelio, y al mismo tiempo denunciar como malignas las actividades de la mente humana que produjeron tales cosas. Y en la producción de estas cosas no solamente participó el genio inventivo práctico, sino que, detrás de todo ello, estaban las investigaciones de la ciencia pura, animadas simplemente por el deseo de conocer. Así pues, en su forma extrema, que exige el abandono de toda actividad intelectual, ninguno de nosotros adoptaría esta segunda solución. Sin embargo, muchos personajes piadosísimos de la Iglesia de nuestros días en esencia y en espíritu están adoptando esta solución. Admiten que el cristiano debe participar en la cultura humana. Pero consideran tal actividad como un mal necesario -una tarea peligrosa y poco digna, que hay que tolerar, aunque siempre con un austero sentido del deber, con objeto de que por ella se alcancen los fines superiores del evangelio. Estas personas no podrán jamás ocuparse en las artes y las ciencias con algo parecido al entusiasmo; tal entusiasmo lo considerarían como deslealtad al evangelio. Semejante posición es realmente ilógica y al mismo tiempo no es bíblica. Dios nos ha dado ciertas facultades mentales, y ha implantado en nosotros la convicción inextirpable de que estas facultades nos fueron dadas para ejercitarlas. La Biblia, además, contiene una poesía que no muestra la menor falta de entusiasmo, ni la ausencia de una profunda apreciación de lo bello. No podemos contentarnos con esta segunda solución del problema. A pesar de todo lo que podamos hacer, el deseo de saber y el amor a la belleza no pueden ser enteramente sofocados, y no podemos considerar permanentemente estos deseos como un mal.
¿Se encuentran, pues, el cristianismo y la cultura en un conflicto que sólo puede resolverse mediante la destrucción de una u otra de las fuerzas contendientes? Afortunadamente, es posible hallar una tercera solución, a saber: la consagración. En lugar de destruir las artes y las ciencias o de ser indiferentes a las mismas, cultivémoslas con todo el entusiasmo del auténtico humanista, mas al mismo tiempo consagrémoslas al servicio de nuestro Dios. En lugar de sofocar los placeres que ofrece la adquisición del saber o la apreciación de lo bello, aceptemos estos placeres como dones de un Padre celestial. En lugar de eliminar la distinción entre el Reino y el mundo, o por otro lado retirarnos del mundo en una especie de monasticismo intelectual modernizado, avancemos gozosamente, con todo entusiasmo, para someter el mundo de Dios.
Esta solución está conectada con ciertas ventajas obvias. En primer lugar, una ventaja lógica. El puede creer solamente aquello que tiene por verdadero. Nosotros somos cristianos porque tenemos el cristianismo por verdadero. Pero otros seres humanos tienen el cristianismo por falso. ¿Quién tiene razón? Esta es una cuestión que sólo puede resolverse examinando y comparando las razones aducidas por ambos bandos. Es cierto que una de las bases de nuestra creencia es una experiencia interior que no podemos compartir con nadie - la gran experiencia que empezó por la convicción de pecado y la conversión y que continuó por la comunión con Dios - una experiencia que otras personas no poseen, y en la cual, por consiguiente, no podemos basar directamente un argumento. Mas si nuestra posición es correcta, deberíamos, por lo menos poder demostrar al otro hombre que sus razones pueden no ser concluyentes. Y eso exige el estudio cuidadoso de ambos aspectos de la cuestión. Además el campo de acción del cristianismo es el mundo. El cristiano no puede sentirse satisfecho en tanto que alguna actividad humana se encuentre en oposición al cristianismo o desconectada totalmente del mismo. El cristianismo tiene que saturar, no tan solo todas las naciones, sino también todo el pensamiento humano. El cristianismo, por tanto, no puede sentirse indiferente ante ninguna rama del esfuerzo humano que sea de importancia. Es preciso que sea puesta en contacto, de alguna forma, con el evangelio. Es preciso estudiarla sea para demostrar que es falsa, sea para utilizarla en activar el Reino de Dios. El Reino debe ser promovido, no sólo en ganar a todo hombre para Cristo, sino en ganar al hombre entero. Acostumbremos a alentarnos, en medio del desánimo, pensando en el tiempo en que toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesús es Señor. No es menor la inspiración que contiene el otro aspecto de la misma gran consumación. También vendrá el tiempo en que las dudas hayan desaparecido, en que toda contradicción haya sido eliminada, en que toda ciencia converja en una sola gran convicción, en que todo arte sea dedicado a un solo gran fin, en que todo pensamiento humano esté saturado por la influencia purificadora y ennoblecedora de Jesús, en que todo intento haya sido traído a sujeción, a la obediencia de Cristo.
Si para algunas de nuestras personas prácticas estas ventajas de nuestra solución al problema parecen ventajas intangibles, podemos señalar la ventaja meramente numérica de la actividad intelectual y artística dentro de la Iglesia. Todos estamos de acuerdo en que por lo menos una de las grandes funciones de la Iglesia es la conversión de seres humanos individualmente considerados. El movimiento misionero es el gran movimiento religioso de nuestro tiempo. Ahora bien, es perfectamente cierto que los hombres han de ser llevados a Cristo uno a uno. Pero no obstante, sería un gran error suponer que todos los seres humanos están igualmente bien preparados para recibir el evangelio. Cierto es que lo decisivo es el poder regenerador de Dios. Este poder puede superar toda falta de preparación, y la ausencia del mismo hace que aun la mejor de las preparaciones sea inútil. Mas el hecho es que Dios, por lo general, ejerce dicho poder en conexión con ciertas condiciones previas en la mente humana, y nuestra tarea debe ser crear, dentro de nuestras posibilidades, con la ayuda de Dios, esas condiciones favorables para la recepción del evangelio. Podemos predicar con todo el fervor de un reformador y no obstante lograr tan solo ganar una persona aquí o allí, si permitimos que todo el pensamiento colectivo de una nación o de un mundo sea controlado por ideas que, por la fuerza de la lógica, impiden que el cristianismo sea considerado como algo más que una ilusión inocua.
En tales circunstancias, lo que Dios desea que hagamos es destruir el obstáculo en su propia raíz. Muchos pretenden que los seminarios combatan el error atacándolo en las enseñanzas de sus representantes populares. En lugar de hacerlo, lo que consiguen es confundir a sus estudiantes con buen número de nombres extranjeros desconocidos fuera de las universidades. Esta manera de proceder se basa simplemente en la profunda creencia que tenemos de que las ideas llegan a saturarlo todo. Lo que hoy día es tema de especulación académica, mañana empezará a mover ejércitos y a derribar imperios. En esa segunda etapa, el problema ha llegado demasiado lejos para ser combatido. El tiempo, el momento de detenerlo era cuando era todavía tema de debates apasionados. De modo que, como cristianos, deberíamos tratar de moldear el pensamiento del mundo de manera que la aceptación del evangelio fuese algo más que una cosa lógicamente absurda. Los pensadores se están preguntando por qué los estudiantes de las grandes universidades de la costa este de Estados Unidos ya no se dedican al ministerio ni demuestran interés vital alguno por el cristianismo. Se han sugerido explicaciones totalmente insatisfactorias, tales como el creciente atractivo de otras profesiones –explicación absurda, digámoslo de paso, ya que las demás profesiones están tan abarrotadas, que uno apenas puede ganarse la vida en ellas. La dificultad real estriba en esto: en que el pensamiento de nuestros días, tal como se hace sentir intensamente en las universidades, y de allí, inevitablemente, se extiende a las masas del pueblo, es profundamente opuesto al cristianismo o, lo que es casi igualmente maligno, está completamente desconectado del cristianismo. La Iglesia es incapaz ni de combatir ni de asimilar este pensamiento, sencillamente porque no lo entiende. En tales circunstancias, no hay deber más urgente para los que han recibido la poderosa experiencia de la regeneración, y que por lo tanto, no pasan por alto, como el mundo, toda la serie de hechos vitalmente importantes que la experiencia cristiana abarca - no hay deber más urgente, insisto, que el de dominar el pensamiento del mundo con objeto de convertirlo en un instrumento de la verdad en lugar de un instrumento del error. La
Iglesia no tiene derecho alguno a absorberse de tal manera en la ayuda al individuo que olvide al mundo.
Hay dos objeciones posibles a la solución que sugerimos. Si se pone así en estrecho contacto la cultura y el cristianismo, en primer lugar ¿no destruirá el cristianismo a la cultura? ¿Acaso el arte y la ciencia no deben ser independientes para florecer? Nuestra respuesta es que todo depende de la naturaleza de su dependencia. La sujeción a una autoridad externa cualquiera, o siquiera a cualquier autoridad humana, seria fatal para el arte y la ciencia. Mas la sujeción a Dios es totalmente distinta. Se ha demostrado que, de hecho, la dedicación de las facultades humanas a Dios no sólo no las destruye sino que las aviva. Son facultades dadas por Dios, y Él las comprende suficientemente bien como para no destruir chapuceramente sus propios dones. En segundo lugar, ¿no destruirá la cultura al cristianismo? ¿No es mucho más fácil ser un cristiano genuino si limitas tu atención a la Biblia y evitas el riesgo de ser desencaminado por el pensamiento del mundo? Respondemos que, desde luego, es más fácil. Enciérrate en un monasterio intelectual, no te estorben los pensamientos de personas no regeneradas, y desde luego te resultará más fácil ser cristiano, lo mismo que es más fácil ser buen soldado en un confortable cuartel de invierno que en el campo de batalla. Salvas tu propia alma; pero los enemigos del Señor quedan en posesión del campo de batalla. Pero ¿a quién corresponde esta tarea de transformar la masa pesada y resistente del pensamiento humano hasta que llegue a ser útil al evangelio? ¿Quién debe llevar a cabo esta tarea? En cierta medida, no cabe duda, los profesores de los seminarios teológicos y las universidades. Pero el simple ministro del evangelio no puede eludir su responsabilidad. Es un gran error suponer que unos cuantos especialistas cuyo trabajo es sólo de interés para sí mismos, puedan llevar adelante esa investigación con éxito.
Se precisan muchas personas y de múltiples pareceres y aficiones. Lo que ante todo necesitamos, especialmente en nuestras Iglesias cristianas, es un interés más general en los problemas de la ciencia teológica. Sin ello, el especialista carece de la atmósfera estimulante que le alienta a laborar. Sin embargo, sea cual sea su posición en la vida, es preciso que el erudito sea un hombre regenerado; en nada debe ser inferior en cuanto a la intensidad y profundidad de su experiencia religiosa. En este mundo disponemos de abundancia de excelentes intelectuales que no cumplen este requisito. Están llevando a cabo una obra útil en sus detalles, en filología bíblica, en exégesis, en teología bíblica, y en otras especialidades de estudio. Mas no están cumpliendo la gran tarea, no están asimilando el pensamiento moderno al cristianismo, por carecer de aquella experiencia del poder de Dios en el alma que es esencia del cristianismo. Sólo conocen un aspecto de la materia de comparación. Conocen el pensamiento moderno, pero el cristianismo es en realidad cosa ajena para ellos. La función del verdadero erudito cristiano es, precisamente por poseer aquella gran experiencia interna, establecer alguna forma de contacto con el pensamiento del mundo. Durante los últimos treinta años ha habido un tremendo movimiento de abandono de la Iglesia Cristiana. Aún las cosas superficiales lo evidencian. Por ejemplo, la disminución en la asistencia a los cultos y en la observancia del día de reposo. y el descenso del número de candidatos al ministerio. Es cierto que a veces se intenta explicar estas deprimentes tendencias apuntando a circunstancias especiales. Mas ¿por qué engañarnos a nosotros mismos, por qué consolarnos con explicaciones paliativas? Reconozcamos los hechos. La disminución en la asistencia a los cultos, la negligencia en la observancia del día del Señor, son simples síntomas superficiales de una decadencia en el poder del cristianismo. El cristianismo está ejerciendo una influencia directa mucho menos potente en el mundo civilizado hoy día que la que ejercía hace treinta años. ¿Cuál es la causa de esta defección? Por mi parte, no vacilo en manifestar que está principalmente en la esfera intelectual. Los seres humanos no aceptan el cristianismo porque no es ya posible convencerles de que el cristianismo es verdadero. Acaso sea útil, pero ¿es verdadero? Se dan, por supuesto, otras explicaciones. Se dice que la moderna deserción y alejamiento de la Iglesia se debe al materialismo práctico de la época. Los seres humanos están tan ocupados en ganar dinero que no tienen tiempo para las cosas espirituales. Tal explicación tiene cierto grado de validez, pero su alcance es limitado. Quizás puede aplicarse a las florecientes ciudades del oeste de Estados Unidos, donde las personas se intoxican con las repentinas posibilidades de amasar riquezas sin límite. Pero el abandono del cristianismo es mucho más amplio que eso. Se advierte en los relativamente sosegados países de Europa aún más intensamente que en América. Se observa entre los pobres en el mismo grado que entre los ricos. Y finalmente, se echa de ver, más que en cualquier otra parte, en las universidades, y ése es uno de los muchos indicios de que la verdadera causa de la deserción es intelectual. En proporción muy considerable, los estudiantes de las grandes universidades del este de Estados Unidos (y más aún de las universidades de Europa) no son cristianos. Y a menudo no son cristianos precisamente por ser estudiantes. El modo de pensar del presente, el cual se hace sentir con especial fuerza en las universidades, es profundamente opuesto al cristianismo, o al menos carece de conexión con el cristianismo. El principal obstáculo para la religión cristiana se encuentra hoy en la esfera del intelecto.
Al hacer esta afirmación debemos precavernos contra dos conceptos erróneos. En primer lugar, no estoy diciendo que la mayoría de las personas rechacen el cristianismo conscientemente o por causa de dificultades intelectuales. Al contrario, en la inmensa mayoría de los casos el rechazo del cristianismo se debe simplemente a la indiferencia. Sólo unos pocos han dedicado verdadera atención al asunto. La inmensa mayoría de los que rechazan el evangelio lo hacen simplemente porque no saben nada de él. Pero ¿de dónde procede esta indiferencia? Se debe a la atmósfera intelectual en que la humanidad está viviendo. El mundo moderno está dominado por ideas que ignoran el evangelio. Pero está completamente desconectado del mismo. No sólo impide la aceptación del cristianismo. Impide incluso que el cristianismo se haga oír. En segundo lugar, no estoy diciendo que la eliminación de las objeciones de carácter intelectual hará de un hombre un cristiano. Jamás nadie llegó a la conversión simplemente por medio de argumentos. Es preciso que haya también un cambio en el corazón. Y esto sólo puede producirse por la obra directa del poder de Dios. Pero el hecho de que la labor intelectual no sea suficiente, no significa, como tantas veces se supone, que sea innecesaria. Es cierto que Dios puede superar todos los obstáculos intelectuales mediante el ejercicio directo de Su poder regenerador. A veces así lo hace. Pero lo hace muy pocas veces. Generalmente Él ejerce Su poder a través de ciertas condiciones de la mente humana. Generalmente, no trae al Reino enteramente sin preparación a aquéllos cuya mente e imaginación están totalmente dominados por ideas que hacen que la aceptación del evangelio sea lógicamente imposible.
La cultura moderna es una fuerza enorme. Afecta a todas las clases sociales. Afecta al ignorante tanto como al docto. ¿Qué puede hacerse? En primer lugar la Iglesia puede simplemente apartarse del conflicto. Puede simplemente dejar que la poderosa corriente del pensamiento moderno fluya sin estorbo y llevar a cabo una obra en los remansos del río. Hay todavía gente en el mundo que no han sido afectadas por la corriente de la cultura moderna. Pueden aún ser ganados para Cristo sin labor intelectual. Y deben ser ganados. Es una obra útil y necesaria. Si la Iglesia se resigna a sólo hacer eso, puede renunciar a la educación científica de un ministerio. Tome la verdad de su mensaje y aprenda simplemente cómo aplicarlo en detalle a las modernas condiciones industriales y sociales. Abandone el laborioso estudio del griego y el hebreo. Renuncie al estudio científico de la historia y déjelo en las manos de los seres humanos. En una época de creciente interés científico, siga la Iglesia mostrándose cada vez menos científica. En una época de creciente especialización, de renovado interés en la filología y la historia, de método científico más riguroso, siga la Iglesia abandonando la Biblia en manos de sus enemigos. Éstos la estudiarán científicamente, podéis estar seguros, aun si la Iglesia no lo hace. Reemplace ésta el hebreo por la sociología, las pruebas de la veracidad del evangelio por la pericia práctica. Abrevie la preparación de su ministerio, permita que esta preparación sea interrumpida aún más y más por actividades prácticas prematuras. Haciéndolo así ganará a algún individuo aislado aquí, otro allí. Pero las ganancias serán sólo temporales. La gran corriente de la cultura moderna llegará tarde o temprano a su apartado remanso. Dios la salvará de algún modo - aun de en medio de las profundidades. Pero la labor acumulada durante siglos habrá sido barrida. Dios quiera que la Iglesia no se resigne a tal cosa. Dios quiera que la Iglesia se enfrente cara a cara valientemente con su problema. No es un problema fácil. Afecta a la misma base de su fe. El cristianismo es la proclamación de un hecho histórico: que Jesucristo resucitó de entre los muertos. El pensamiento moderno no tiene cabida para esta proclamación. Impide a los hombres aun escuchar el mensaje.
Pero al mismo tiempo la cultura de nuestros días no puede ser rechazada globalmente. No es como la cultura pagana del siglo primero. No es completamente no-cristiana. Gran parte de ella se ha derivado directamente de la Biblia. Hay dentro de ella movimientos de importancia que se están echando a perder, y que podrían muy bien ser usados para la defensa del evangelio. La situación es compleja. Tomar medidas de tipo general estaría fuera de lugar. Es preciso ejercer la discriminación, la investigación. Parte del pensamiento moderno debe ser refutado. El resto debe ser utilizado. Pero no hay nada en él que pueda ser ignorado. El que no está con nosotros está contra nosotros. La cultura moderna es una fuerza poderosa. O es útil al evangelio, o en caso contrario es el enemigo mortal más peligroso del evangelio. Para poder utilizarla, la emoción religiosa no es suficiente, se precisa también la labor intelectual. Y esta labor está siendo descuidada. La Iglesia se está dedicando a tareas más fáciles. Y actualmente está segando el fruto de su indolencia. Ahora tendrá que luchar por su vida. La situación es desesperada. Pudiera desalentarnos, mas no si verdaderamente somos cristianos. No si estamos viviendo en comunión vital con el Señor resucitado. Si realmente estamos convencidos de la verdad de nuestro mensaje, podemos proclamarlo aunque sea ante un mundo de enemigos, y la misma dificultad de nuestra tarea, la misma escasez de aliados se transforma en fuente de inspiración, y podemos incluso gozarnos de que Dios no nos haya puesto en una época fácil, sino en tiempos de duda y perplejidad y conflicto. Y además, no temeremos llamar a estos soldados a participar en la batalla. En lugar de ser nuestros seminarios teológicos meros centros de emoción religiosa, serán campos de batalla para la fe, en los cuales, ayudados un poco por la experiencia de educadores cristianos, se enseñe a las personas a pelear su propia batalla, en los cuales alcancen a darse cuenta de la verdadera fortaleza del adversario, y en la dura escuela de la lucha intelectual aprendan a usar la convicción profunda de los seres humanos maduros en lugar de la fe irreflexiva de la infancia. No temamos que en esto pueda haber una pérdida de poder espiritual. La Iglesia está hoy pereciendo por falta de pensamiento, no por exceso del mismo. Está obteniendo victorias en la esfera de la prosperidad material. Victorias que son gloriosas. Dios no permita que cometamos el crimen despiadado de desacreditarlas. Están aliviando la desgracia de los seres humanos. Pero si estas victorias se quedan solas, me temo que no son sino fugaces. Las cosas que se ven son temporales; las que no se ven son eternas. ¿Qué será de la filantropía si se pierde a Dios? Bajo la superficie de la vida hay un mundo de espíritu. Los filósofos han intentado explorarlo. El cristianismo ha revelado sus maravillas al alma sencilla. Ahí están las fuentes del poder de la Iglesia. Pero no es posible entrar en este reino espiritual sin controversia. Y actualmente la Iglesia está rehuyendo el conflicto. Expulsada del terreno espiritual por la corriente del pensamiento moderno, se consuela con cosas respecto a las cuales no hay desavenencia. Si aboga porque los pobres tengan mejores alojamientos, no debe temer la contradicción. Dios sabe bien que necesitará todo su valor, y tendrá suficientes enemigos; pero no será combatida con argumentos. En teoría, este siglo está de acuerdo en cuanto al mejoramiento social. Mas en cuanto al pecado, la muerte, la salvación, la vida, y Dios... tocante a todo esto hay debate. Si queréis, podéis evitar el debate. Basta con dejarse llevar por la corriente. Predicad cada domingo durante vuestro curso en el Seminario, dedicad el tiempo libre al estudio y a pensar, estudiad más o menos como hacíais en la universidad... y estas cuestiones no os preocuparán jamás. Es fácil eludir los grandes problemas. Muchos predicadores lo están haciendo. Y muchos predicadores están predicando al aire. La Iglesia está aguardando personas de otra clase. Personas para pelear sus batallas y resolver sus problemas. La esperanza de hallar tales personas es la gran inspiración en la vida de un Seminario. No es preciso que todos ellos sean personas de méritos eminentes. Pero todos han de ser seres humanos de pensamiento. Deben luchar duro contra la indolencia espiritual e intelectual. Su pensamiento podrá estar confinado dentro de estrechos límites. Pero es preciso que sea un pensamiento propio. Para ellos la teología debe ser algo más que una tarea; debe ser cosa de investigación. Debe conducir no a memorizar ciertos conceptos, sino a convicciones genuinas.
La Iglesia está confundida ante la indiferencia del mundo. Está tratando de superarla adaptando su mensaje a los usos del día. Pero si en lugar de hacerlo, antes de la batalla descendiera al lugar secreto de la meditación, si a la clara luz del evangelio buscara respuesta no sólo al problema del momento, sino ante todo a los problemas eternos del mundo espiritual, quizá entonces, por la gracia de Dios, y por medio de Su buen Espíritu, en el tiempo por Él designado, la Iglesia podría una vez más brotar con poder, y una era de duda podría ir seguida por el amanecer de una era de fe.